sábado, 17 de septiembre de 2011

La música inundó sus oídos de repente. La sentía lejana, inusualmente suave y bella. Eran voces infantiles, blancas y agudas, templadas y muy contenidas. La melodía demasiado triste para un niño. ¿Latín? Probablemente, parecía un canto eclesiástico. La música seguía sonando. ¿Estaba despierto, estaba dormido? Abrió los ojos.

No los abrió. Los párpados eran cortinas de plomo, excesivamente pesados para su fuerza mermada. Lo intentó, lo intentó otra vez. Pero pronto se dio por vencido. Estaba demasiado cansado para abrir los ojos. Se contentó con respirar lentamente, sin apenas llenar los pulmones. Tan poco aire llegaba a sus pulmones que se sintió ahogar, y morir.

Pero estaba vivo.

La música se detuvo suavemente. Oyó una voz grave y aburrida, intermitente entre frases cortas. Y luego fue consciente de que se movía. O el suelo se movía bajo él.

Oscuridad. Miedo. No puedo ver, pensó. La revelación le causó ansiedad. Más aún no poder abrir la boca, ni los músculos de la cara, ni las cejas, ni los labios. Su rostro se había tornado una máscara férrea y acalorada, en un rictus sereno. Qué me ha pasado, qué cojones me ha pasado. 

¡Esto es un sueño! pensó, pero supo que era mentira. Estaba medio vivo, medio muerto. Sentía el cuerpo, la piel, pero no el corazón acelerado, ni la sangre correr.

—Yo... —la voz lo sacó de su bucle autocompasivo. ¿Papá? La reconoció al instante.— No sé qué decir. Nunca pensé que ocurriría... o al menos tan pronto. Sé que no he sido un buen hijo, papá.

Su hijo. ¿Qué hacía su hijo allí? ¿Allí? ¿Dónde estaba, en primer lugar?

Bueno, a veces me arrepiento de tenerte, pequeño cabrón. Ahora sácame de aquí y te compraré alguna máquina cara de esas que te gustan, que al fin y al cabo es lo único que quieres.

—Y me arrepiento, nunca sabré si me has perdonado. —Por qué no, ayúdame y verás como te perdono— Yo... te quiero.

Oh, primera noticia.

Fue consciente de que lo abrazaba fugazmente, lágrimas en la cara y sollozos cada vez más lejanos.

—Fuimos felices, Jorge —fría y apagada, así sonaba la voz de su mujer— Lo fuimos, ¿verdad? —habla por ti, pequeña zorra— La boda, los primeros años de nuestro hijo, las cenas de navidad... Es todo lo que alguien podría pedir. Pero tú...

Hubo una pausa larga y premeditada. Oyó pasos, palabras, susurros, puertas abriéndose y cerrándose, tacones, gente sorbiéndose la nariz. Finalmente, solo silencio. Ella tragó saliva. De qué te vas a quejar ahora, querida.

Un puñetazo en la cara, ¡dolor repentino! Su primer instinto fue llevarse la mano a la nariz, pero, vaya, no podía moverla. Sintió el calor de la sangre brotando de su nariz y el picor en la piel al caer por la mejilla. Después, el sabor a hemoglobina en su lengua. La zorra ha sacado sus garras, gran hija de puta... Lo había pillado por sorpresa, ciertamente.

Nunca fui suficiente para ti, ¿verdad? Desde el principio me di cuenta de cómo te fijabas en las demás. Mis amigas, desconocidas por la calle... ¡Mi hermana! Nunca supiste mantener la polla dentro de los pantalones. Si por lo menos, ¡por lo menos! lavaras tu ropa, no habría visto las manchas de carmín, el perfume, las notas con teléfonos, las fotos de fotomatón. Siempre has sido muy descuidado. Me gustaba, por eso me casé contigo. Nunca creí que sería tan fácil pillarte.

¿De verdad era esta su esposa? Una mujer endeble, callada y apagada, sumisa y complaciente. Quiero salir de aquí.

Me repugnas, Jorge. Esperé mucho a que cambiaras, evité las peleas por nuestro hijo. No sabes lo que ha sufrido con esto. Algún día le contaré lo hijo de puta que eres, y así hasta tu recuerdo en su mente se pudrirá. Es lo único que te mereces, por arruinarme, arruinarnos la vida.

Me pregunto con el dinero de quién te has comprado ese perfume tan caro que llevas.
¿Habría sido ella la que lo había dejado así? Una droga paralizante, algún medicamento. Quizá las pastillas para la migraña que se tomaba por las mañanas.

Nunca he creído en Dios, ni en el cielo. Pero ojalá que pases la eternidad en el infierno y pagues por lo que has hecho. Adiós, Jorge.

Dejó de hablar, y se fue. Escuchó la puerta cerrarse. Estaba solo.
Silencio total. Soledad absoluta. Las ganas de escapar fueron ahogadas por el aburrimiento.


El calor lo despertó de súbito. La garganta seca, los labios secos también. Quiso tragar saliva, agua, líquido, orina. Le dolía terriblemente la cabeza. Pero pronto todas sus necesidades se transformaron en una sola: escapar. La temperatura subió alarmantemente. El traje en el que estaba enfundado se deshizo, la piel comenzó a gritarle .

Me están incinerando.



viernes, 2 de septiembre de 2011

Creación omnipotente, águila que planea ojicerrada, pero viéndolo todo.
Los billetes estaban sobre la mesa y sus manos en los bolsillos.
¿Pero para qué sirve un billete, sino para colarlo en alguna braga?
Se le iluminó la mente. Arrastró la silla hasta el cajón, agarró el mechero.
Mientras que veía el dinero desaparecer se sintió libre por primera vez en su vida. Larga, larga, vida.