domingo, 8 de noviembre de 2009

Negro, amarillo y rojo (¿Alemania?)

Al final me ha quedado bastante regular, pero no voy a releerlo para cambiarlo. (¡Son las dos y estoy en pijama!)



Se sentaron los tres en una mesa apartada del bar.
Un camarero con un bigote refinado y un tupé digno de Elvis Presley se les acercó, y les dirigió una sonrisa poco agraciada, empalagosa y poco creíble.
—¿Qué desean?
Uno a uno fueron pidiendo batidos, refrescos o lo que fuera.
—¿Y tú, no quieres nada? -le preguntó a la chica de negro.
—No.
—¿En serio? ¿No quieres un café, té, coca-cola, cerveza…?
—No, gracias.
—¡No puedo creerlo! —dijo riéndose— Venga, no tengas vergüenza y pide lo que quieras.
Cerró el puño.
—Se me acaba el tiempo… -bromeó el camarero tocándose un reloj que no tenía.
—Traiga agua mineral —acabó cediendo, con una mirada asesina.

El camarero se fue canturreando una canción que mejor no recordar.
—¿Hace un poco de calor aquí, no? —preguntó la chica rubia. Teniendo en cuenta que hacían 5 grados, no se extrañó al recibir miradas también extrañas. Sin esperar respuesta, se quitó la blusa semitransparente que llevaba puesta y se quedó con un top. Acompañado, claro está, de una minifalda que hacía honor a su nombre. Sacó del bolso un surtido de polvos y pinturas y, con un pequeño espejo, comenzó a retocarse. No podía estar más buena.
La chica rubia guiñó el ojo a alguien o a nadie y se cruzó de piernas, mientras se tocaba el escote sensualmente y resoplaba acalorada.

La chica de negro la miró asqueada. Los ojos con brillo verde, los labios rosa refulgente, los pómulos escondidos bajo una humareda de carmines. Si hasta parecía que llevaba purpurina. En esa postura tan animal y tan guarra. Suspiró y se entretuvo jugueteando con las pulseras de pinchos y las cadenas que tenía colgadas del cuello. Cogió un bolígrafo del bolso mágico de la rubia y marcó unas líneas trasversales a lo largo de su muñeca, mientras recordaba las venas y arterias que afloraban cuando apretaba la mano. Algún día se decidiría.

Mientras tanto, el pelirrojo sudaba, pero no de calor. La chica rubia no paraba de lanzar indirectas, pero él sabía que no iban a él. Llevaba desde el parbulario profundamente enamorado de ella. Suspiraba cada vez que ella parpadeaba, se derretía cada vez que ella se dignaba a mirarle. Se sentía como un súbdito de una reina, esperando a que ella le concediese un abrazo. Era la primera vez que se había sentado a su lado. Era un gran paso. No le había importado mucho que la chica de negro les acompañase. Es más, ni siquiera la había mirado desde que habían llegado.

La chica de negro observó la escena. Qué patético era el pelirrojo, qué puta era la rubia. En el fondo le hacía gracia.

La chica rubia se estaba cansando. El pardillo que tenía a su lado y la gótica al otro eran la peor compañía para su elevado pero inestable estatus social. Se levantó y se fue sin despedirse. El camarero llegaba pegando saltitos con una bandeja. Se chocaron, se cayeron, se hicieron daño. Pero qué importaba.

La chica de negro se levantó, le pegó una soberana patada en la nariz al camarero y se esfumó. Le encantaba esfumarse.

El pelirrojo se afanó en darle un pañuelo a la rubia y en preguntarle cómo estaba. Le encantaba arrastrarse.

Y la chica rubia gritaba barbaridades e insultaba al camarero. Le encantaba… existir.

2 comentarios:

  1. Qué bonito. Está fuera de la temática que seguías últimamente, supongo que eso está bien. Quiero que hablemos que hablemos que hablemos! Y lo mejor son los pelirrojos.

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  2. He encontrado el blog del niño superdotado, me siento importante.
    Me gusta estar en pijama.
    "Le encantaba esfumarse."
    "Le encantaba arrastrase."
    "Le encantaba... existir."

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